“El Señor… no se deja impresionar por apariencias” (Eclesiastico 35, 15)
El mundo de hoy nos bombardea con mensajes que nos invitan a preocuparnos únicamente por el éxito. Constantemente somos
tentados por las grandes marcas de ropa, de dispositivos electrónicos o de automóviles. Y se dice que para sobresalir necesitamos no solo de bienes materiales sino también de una apariencia impecable.
Por eso puede ser difícil creer lo que nos dice el libro del Eclesiastico de que Dios “no se deja impresionar por apariencias” (35, 15). ¡Pero es cierto! No hay nada que ninguno de nosotros pueda hacer para convencer al Señor de que él debería amarnos más que a los demás. Ciertamente, su corazón se conmueve con los oprimidos y los pobres, y la oración de ellos “atraviesa las nubes” (35, 17). Son su humildad y necesidad, no sus logros o riqueza, lo que atrae el corazón de Dios hacia ellos. Vemos esta verdad plasmada en la parábola de Jesus en el Evangelio de hoy. Cuando un fariseo y un recaudador de impuestos llegan al templo a orar, el fariseo parece pensar que
puede manipular la opinión que el Señor tiene de él con su larga lista de logros. Pero eso no le funciona. Tampoco su posición social ni su currículum lo califican para recibir favores especiales. El que volvió “a su casa justificado”, el que recibió la gracia de Dios, fue el recaudador de impuestos, que se acercó a Dios con humildad (Lucas 18, 14). Él sabía que no podía ganarse la aprobación de Dios, así que reconoció su necesidad y suplico su misericordia.
Al Señor no le impresionan las apariencias. Esa es una verdad de la que hoy puedes estar seguro. Pero también puedes estar seguro de la verdad de que eres un hijo amado de Dios. De modo que acércate a él confiado en su misericordia y permite que te ame plenamente por quien eres. Amén
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