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Domingo, 6 de Noviembre XXXII Domingo Ordinario

“Dios no es Dios de muertos, sino de vivos” (Lucas 20, 38)

Los saduceos estaban intentando tenderle una trampa a Jesús cuando le presentaron la situación hipotética de una mujer que se caso con siete hermanos a lo largo de su vida. Los saduceos eran un grupo influyente que creían que su apego estricto a los primeros cinco libros de la Biblia (la ley de Moisés) no dejaban espacio para creer en la resurrección de los muertos. Ellos pensaban que al presentarle este escenario a Jesús lo harían tropezar y les daría a ellos una razón para acusarlo de blasfemia.

Pero Jesús utilizo la pregunta para reafirmar la promesa de la resurrección. Aquellos “dignos… de la resurrección de los muertos” no estarán casados en el cielo, les dijo. Serán como ángeles, inmortales (Lucas 20, 35. 26). Citando la ley de Moisés, dijo que Dios no se llamaría a si mismo el Dios de Abraham, Isaac y Jacob a menos que estos patriarcas también estuvieran vivos (Éxodo 3, 6). El es Dios de los vivos “pues para el todos viven” (Lucas 20, 38). 

En realidad, ¡estas son buenas noticias! A pesar de que un día todos experimentaremos la muerte física, para Dios seguiremos vivos. ¿Cómo podríamos no estarlo? En nuestro Bautismo, el Dios inmortal y eterno vino a habitar en nuestro corazón. Cuando estamos luchando para vivir nuestra fe, ni siquiera la muerte puede separarnos de Dios. Algún día, cuando el Señor regrese, el resucitara nuestros cuerpos a una nueva vida también.

Cuanto mas nos mantenemos firmes en estas verdades, menos temeremos a la muerte. En lugar de verla como el final, la veremos mas como el pasaje a una vida nueva y mejor. Amen.

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