La descripción que hace San Pablo de su vida en Cristo puede sonar como un pesado conjunto de reglas: renunciar a todo; olvidarse de lo que queda atrás; lanzarse hacia adelante en busca del llamado de Dios.
Pero Pablo estaba feliz de hacer todo esto. ¿Por que? Porque había sido transformado. Tuvo un encuentro con Jesus, experimentó su misericordia y estaba convencido de que su nueva vida era infinitamente mejor. La huella de su experiencia de conversión en el camino a Damasco, y cada decisión que tomó para seguir a Jesus a partir de ese momento, transformó su perspectiva. El rumbo total de su vida era diferente.
Puedes imaginar que algo similar sucedió en el corazón de la mujer atrapada en adulterio de la que nos habla el Evangelio de hoy. Su pecado fue expuesto delante de Jesus, y ella estaba a punto de ser apedreada por una turba furibunda. Pero recibió la misericordia inesperada y sorprendente de Dios cuando Jesus dispersó a la gente y le dijo: “Tampoco yo te condeno. Vete y ya no vuelvas a pecar” (Juan 8, 11). Seguramente, animada por las palabras de Jesus, aceptó con agrado la pérdida de su antiguo modo de vida, al igual que lo hizo San Pablo. Estaba feliz de olvidarse del vacío de lo que quedaba atrás y, por la gracia de Dios, lanzarse hacia adelante al llamado de una vida libre de sus pecados del pasado.
¿Te has encontrado con Jesús? Quizá has decidido entregarle plenamente tu vida a él en un momento crucial. Tal vez confesaste un pecado que te pesaba mucho y estás convencido del perdón y el amor de Dios. O tal vez anhelas tener un encuentro aún más profundo en este momento. Estas experiencias pueden transformar tu corazón y formar tu perspectiva. Tu, al igual que Pablo, puedes aferrarte al “bien supremo que consiste en conocer a Cristo Jesus, (tu) Señor” (Filipenses 3, 8) Amen
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